#OpiniónYAnálisis por #PeríclesDeBuenHierro
Perícles De Buen Hierro
El pasado fin de semana, Michoacán fue escenario de un acontecimiento lamentable. El alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, fue asesinado durante el Festival de las Velas, en pleno centro del municipio. El ataque ocurrió mientras el edil realizaba un recorrido público, apenas unos minutos después de haber transmitido un mensaje en redes sociales. Tras recibir dos impactos de arma de fuego, fue trasladado de urgencia al hospital, donde falleció poco después. Sobre los atacantes, las autoridades informaron la muerte de uno de ellos y la detención de dos más presuntamente involucrados.
Tras ganar las elecciones locales de 2024, Manzo se convirtió en el primer alcalde independiente en la historia de Uruapan. Se hacía llamar “el del sombrero”, y desde su campaña se hizo conocido por su discurso de mano dura contra el crimen organizado. Sus mensajes en redes sociales le dieron gran popularidad, incluso más allá de su municipio. Uno de los más virales fue aquel en el que instruía a la policía municipal a abatir a cualquier delincuente armado que se resistiera a ser detenido o agrediera a la ciudadanía. El propio edil reconocía los riesgos de su postura y llegó a declarar que no quería ser “otro presidente municipal más en la lista de ejecutados”.
Aunque desde Palacio Nacional se aseguró que el alcalde contaba con protección federal, otras voces han señalado que el gobierno ignoró sus reiteradas solicitudes de apoyo para proteger tanto a los habitantes de Uruapan como a él mismo.
En este contexto, resulta necesario reflexionar: ¿hemos normalizado la violencia que aqueja al país? ¿La pérdida de capacidad de asombro nos ha vuelto menos exigentes con las autoridades?
El homicidio de Carlos Manzo no es un hecho aislado. En los últimos años, Michoacán ha sido uno de los estados más golpeados por la violencia política, con alcaldes, candidatos y funcionarios locales atacados por grupos criminales que buscan controlar territorios. Tan solo en lo que va de 2025, a nivel nacional se han contabilizado 168 políticos asesinados, de los cuales 7 —incluido Manzo— eran presidentes municipales.
La violencia criminal no es un problema exclusivo de Michoacán. Oaxaca y Guerrero también figuran entre las entidades más afectadas. Las causas son claras: disputas territoriales entre grupos criminales y la falta de protección institucional para alcaldes y personajes públicos que carecen de escoltas o cuerpos de seguridad confiables.
La recurrencia de estos hechos parece habernos vuelto fríos e indiferentes ante la desgracia ajena. Quizá el miedo a intervenir nos paraliza, lo cual es comprensible. Lo que no lo es, es nuestra resistencia a alzar la voz y exigir enérgicamente que las autoridades cumplan con su encargo. En el caso de Carlos Manzo, resulta poco normal que no haya contado con el respaldo necesario del Gobierno Federal en su batalla contra el narcotráfico. No sería extraño que otros presidentes municipales o incluso gobernadores renuncien a la idea de poner orden en sus demarcaciones tras lo sucedido.
Mantener el orden público y garantizar la seguridad de la ciudadanía no deberían depender de la valentía aislada de personajes como “el del sombrero”. Como sociedad debemos exigir políticas integrales que combatan a los grupos criminales en los tres niveles de gobierno, y no conformarnos con repartir “abrazos” a quienes han sembrado el miedo.
En resumen, lo ocurrido en Uruapan marca un punto crítico en la crisis de seguridad de Michoacán y evidencia una emergencia nacional. Por el bien de todos, este hecho debería desatar un reclamo firme por mayor protección a la ciudadanía y a las autoridades municipales.
Mientras la violencia siga siendo la noticia recurrente, estamos en el derecho de afirmar —como lo hiciera el personaje del Cochiloco en la película El Infierno—: “…esta vida y no chingaderas es el mismísimo infierno”.